lunes, 8 de marzo de 2010

¿Qué haríamos sin vosotras?

ASIER ARANBARRI URZELAI Portavoz de EAJ/PNV en Juntas Generales de Gipuzkoa

El mundo sin la existencia de la mujer sería como la tierra sin mar. Parte de lo que somos, lo somos por las mujeres que nos rodean. Madres, hermanas, sobrinas, novias, amigas, hijas, esposas… Hay algo que la naturaleza no se esfuerza en disimular. Al contrario que nosotros. En un mundo políticamente correcto, reivindicamos la igualdad cuando es evidente que no lo somos. Lo digo porque las niñas a los tres años ya quieren hacer pipí y saltar como los niños y aquí algo de razón he de darle a Freud. Somos diferentes. Ahora bien, hoy por hoy, seguimos celebrando el 8 de marzo y reivindicando para la mujer los mismos derechos que goza el hombre. ¿Qué es lo que falla entonces? En principio, casi nada, para los que vivimos en unos parámetros normales. Y todo, para aquellas mujeres víctimas de violencia machista que caen en las garras del animal en el que se convierte su agresor una vez bajadas las persianas de casa.

En un contexto normalizado, los problemas no se vislumbran en exceso hasta que la mujer decide ser madre. Es cierto que la mayor revolución de la mujer ha sido el retraso de la maternidad, pero no es menos cierto que la mujer ha tenido que multiplicarse.

Según las estadísticas, tenemos un gran potencial desaprovechado porque el asalto al mundo laboral por parte de la mujer se ha hecho a medias. La crisis ha acentuado la situación. Muchas trabajan pero no cobran igual que el hombre. Pero hemos llegado a tal nivel que, a pie de calle, aunque la mujer perciba las estadísticas y las nóminas como una discriminación, todo queda en un grito silenciado, quizás, por un conformismo que, bien mirado, no se sostiene por su falta de argumentación. Es una realidad oculta que no traspasa las puertas de las administraciones de las empresas o de las agencias de contratación de personal. Nadie se atreve a preguntar a una mujer si piensa tener hijos en una entrevista de trabajo, pero es sin duda, un factor que se tiene en cuenta. Al igual que si vamos a reparar el coche, a mí me explican en qué consiste el fallo en el motor, mientras que a mi mujer le dan largas.

Sin embargo, hay muchos indicios de normalidad. La mujer sale, paga con VISA, fuma y bebe, vota, viaja, compra, firma, opina… Pero en el siglo XXI, - y es el drama que echa por tierra los principios feministas radicales- es que la mujer, cuando llega la hora de la verdad, sigue queriendo criar ella misma a sus hijos. Con o sin ayuda. Eso no cambia. Y los niños siguen siendo igual de niños.

La mujer se ha ataviado con su ordenador portátil y zapatos de tacón; y con buzo, casco y botas. Pero sigue prefiriendo ser ella quien pida una excedencia o una reducción de jornada para cuidar a sus hijos, aún a costa de bajar unos cuantos escalones profesionalmente o perder para siempre la oportunidad de ascender. No hay técnicos ni leyes de igualdad que cambien ese deseo y esa forma de actuar. No hasta ahora. Para el hombre lo importante es el cargo, el sueldo. Para la mujer, el horario de trabajo. Y ahí vuelven las diferencias. La mujer sigue sin permitirse perder tres horas en una comida de trabajo porque quiere recoger a los críos a las cinco. Ni sale a hacer footing después del trabajo si antes no lo tiene todo organizado. La mayoría de los hombres intentamos seguirles el ritmo. “Si le digo que compre naranjas, me las compra. Pero es que ¿no ve él que faltan naranjas?”, se quejaba el otro día una amiga.

No es verdad que la mujer ha salido de casa y el hombre no ha entrado. La verdad es que la mujer vive con un pie dentro y otro fuera, equilibrando la familia y el trabajo como un funambulista.

Hace unos años estaba mal visto que saliera fuera a trabajar. Luego, lo hacía para “traer un ayudita”. Ahora, puede ganar más que su pareja. Tiene que llegar el día en el que desde la libre elección, hombres y mujeres soliciten por igual las bajas por maternidad o paternidad, las excedencias y las reducciones de jornada. Depende sobre todo de nosotros, los hombres. Pero, antes de nada, y vista la evolución que llevamos, hay que preguntarle a la mujer qué es lo que realmente quiere. La verdadera libertad está en que la elección parta de una igualdad real entre hombres y mujeres. Es lo que tenemos que conseguir. A partir de ahí, dejémosles a esas mujeres que quieren quedarse en casa y criar a sus hijos, porque hemos pasado de mirar mal a quienes salían a trabajar a menospreciar a las amas de casa. Y tampoco es eso.

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